lunes, 6 de septiembre de 2010

de "Vida de Henry Brulard", de Stendhal


No hace un año que mi concepto de nobleza quedó fijado por completo. Por instinto, mi vida moral ha transcurrido considerando atentamente cinco o seis ideas principales y tratando de esclarecer la verdad sobre ellas.

[…]

Mi madre, Madame Henriette Gagnon, era una mujer encantadora y yo estaba enamorada de ella.
Me apresuro a añadir que la perdí cuando tenía siete años.
Al amarla a los seis años quizá –1789–, tenía yo absolutamente el mismo carácter que en 1828, cuando amaba apasionadamente a Alberthe de Rubempré. Mi manera de ir a la caza de la felicidad en el fondo no había cambiado en absoluto, con esta sola excepción: me hallaba, por lo que se refiere al aspecto físico del amor, en la misma situación que se encontraría César, si volviera al mundo, con respecto al uso de cañón y de las armas ligeras. Yo lo hubiera aprendido muy deprisa y ello no habría cambiado sustancialmente mi táctica.
Deseaba cubrir a mi madre de besos y que no estuviera vestida. Ella me amaba apasionadamente y me besaba mucho; yo le devolvía sus besos con un ardor tal que frecuentemente se veía obligada a marcharse. Aborrecía a mi padre cuando venía a interrumpir nuestros besos. Siempre quería dárselos en el cuello. Dígnese recordar el lector que la perdí, a consecuencia de un parto, cuando apenas tenía yo siete años.

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En aquellos tiempos felices, mi abuelo tomaba la religión de una forma alegre y aquellos señores eran de su opinión; tan sólo se volvió triste y un poco religioso después de la muerte de mi madre (1790), y eso, creo, por la vaga esperanza de volver a verla en el otro mundo, como Monsieur de Broglie, que, hablando de su amable hija, muerta a los trece años, dice: “Me parece como si mi hija estuviera en América”.

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Al llegar a Les Echelles me hice amigo de todo el mundo; todos me sonreían como a un niño rebosante de inteligencia. Mi abuelo, hombre de mundo, me había dicho: “Eres feo, pero nadie te reprochará nunca tu fealdad”.

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Porque –no tengo más remedio que confesarlo– a pesar de mis opiniones entonces perfecta y esencialmente republicanas, mis parientes me habían inculcado profundamente sus gustos aristocráticos y reservados (…) Detesto al vulgo (para relacionarme con él), al mismo tiempo que deseo ardientemente la felicidad del así denominado pueblo, y creo que sólo es posible procurársela consultándole acerca de una cuestión importante. Es decir, instándole a elegir a sus diputados (…) Me horroriza lo sucio, y el pueblo es siempre sucio a mis ojos.

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En una palabra, ya era por aquel entonces como soy hoy: amo al pueblo y detesto a sus opresores, pero tener que vivir con él sería para mí un suplicio infinito. Me serviré del lenguaje de Cabanis. Tengo una piel demasiado fina, una piel de mujer (posteriormente siempre me salían ampollas después de empuñar el sable durante una hora); por cualquier motivo me lastimo los dedos, que los tengo muy bellos; en una palabra, la superficie de mi cuerpo es de mujer. De ahí mi invencible repugnancia por todo lo sucio, lo húmedo o lo negruzco.

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Mi confianza literaria en mi abuelo era absoluta (…) Sin confesar que había leído La Nouvelle Héloïse, me atreví a hablarle de ella  en términos elogiosos. Su conversión al jesuitismo no debía datar de lejos, porque, en vez de interrogarme con severidad, me contó que el barón de Adrets (el único amigo suyo en cuya casa continuaba comiendo dos o tres veces al mes después de la muerte de mi madre), cuando apareció La Nouvelle Héloïse (¿no fue en 1770?), se hizo esperar un día para comer en su casa; Madame des Adrets mandó a avisarle por segunda vez y por fin aquel hombre tan frío llegó bañado en llanto.
­ ¿Qué le ocurre, amigo mío? –le preguntó Madame des Adrets muy alarmada.
¡Ay, señora, Julie ha muerto!–y apenas comió.


de Vie de Henry Brulard (traducción de Juan Bravo Castillo). Alfaguara, 2004.

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