sábado, 31 de marzo de 2012

Los viejos bobos (Philip Larkin)




¿Qué creerán que ha pasado, los viejos bobos,
para que estén así? ¿Supondrán quizás que en cierto modo uno
es más maduro cuando le cuelga la quijada, y se babea,
y se mea a cada rato, y no recuerda
quién llamó por la mañana? ¿O que, si lo quisieran,
podrían volver a la noche que bailaron hasta la madrugada,
o al día de su boda, o a un septiembre de brazos enlazados?
¿O se imaginarán que en realidad nada cambió
y siempre se comportaron como inválidos o paralíticos,
o pasaron los días en un continuo, sutil sueño, mirando el flujo
de la luz. Si no lo creen (y si no pueden), qué raro es:
                  ¿por qué no gritan?

Al morir uno se rompe: los pedazos que uno era
empiezan a dispersarse velozmente para siempre,
sin testigos. Cierto, es tan sólo olvido: antes
ya lo conocimos. Pero entonces era pasajero
y continuamente se fundía con el afán inigualable
de que se abriera la flor de innumerables pétalos
del estar aquí. La próxima vez no vamos a poder fingir
que hay algo por delante. Y son estos los primeros signos:
no haber oído quién, no saber cómo; la capacidad
de elegir, perdida. El aspecto los delata:
manos de sapo, pelo ceniciento, cara de pasa…
                   ¿cómo pueden ignorarlo?

Quizás ser viejo sea tener cuartos iluminados
en la cabeza, y dentro gente actuando.
gente conocida, pero sin nombre cierto; cada persona alzándose
como una pérdida devuelta, asomándose por puertas familiares,
girando una lámpara, sonriendo en la escalera, tomando
del estante un libro conocido; o a veces solamente
los cuartos mismos, sillas y fuego en el hogar,
la mata agitada en la ventana, o la amistad
tenue del sol en la pared, cuando cesa la lluvia,
en una solitaria tarde de verano. Allí viven:
no aquí y ahora, sino donde todo sucedió una vez.
                    Por eso dan esa sensación

de confundida ausencia, porque aunque intenten
estar allí, aquí se quedan. Pues los cuartos se alejan
dejando un frío incompetente, el gasto continuo
de tomar aliento, y ellos, encogidos, al pie de la montaña
de la extinción, los viejos bobos, sin advertir
cuán cerca está. Quizá por eso estén tranquilos:
para ellos, el pico que siempre tenemos a la vista
ya es tierra elevada. ¿Acaso no vislumbran nunca
qué los demora, y cómo acabará? ¿Ni por la noche?
¿Ni cuando llega gente extraña? Ni una vez siquiera
en toda la odiosa inversión de la niñez? Bien,
                     ya lo descubriremos.


What do they think has happened, the old fools,/ To make them like this? Do they somehow suppose/ It's more grown-up when your mouth hangs open and drools,/ And you keep on pissing yourself, and can't remember/ Who called this morning? Or that, if they only chose,/ They could alter things back to when they danced all night,/ Or went to their wedding, or sloped arms some September?/ Or do they fancy there's really been no change,/ And they've always behaved as if they were crippled or tight,/ Or sat through days of thin continuous dreaming/ Watching the light move? If they don't (and they can't), it's strange;/ Why aren't they screaming?//  At death you break up: the bits that were you/ Start speeding away from each other for ever/ With no one to see. It's only oblivion, true:/ We had it before, but then it was going to end,/ And was all the time merging with a unique endeavour/ To bring to bloom the million-petalled flower/ Of being here. Next time you can't pretend/ There'll be anything else. And these are the first signs:/ Not knowing how, not hearing who, the power/ Of choosing gone. Their looks show that they're for it:/ Ash hair, toad hands, prune face dried into lines–/ How can they ignore it?//  Perhaps being old is having lighted rooms/ Inside you head, and people in them, acting./ People you know, yet can't quite name; each looms/ Like a deep loss restored, from known doors turning,/ Setting down a lamp, smiling from a stair, extracting/ A known book from the shelves; or sometimes only/ The rooms themselves, chairs and a fire burning,/ The blown bush at the window, or the sun's/ Faint friendliness on the wall some lonely/ Rain-ceased midsummer evening. That is where they live:/ Not here and now, but where all happened once./ This is why they give/ An air of baffled absence, trying to be there/ Yet being here. For the rooms grow farther, leaving/ Incompetent cold, the constant wear and tear/ Of taken breath, and them crouching below/ Extinction's alp, the old fools, never perceiving/ How near it is. This must be what keeps them quiet:/ The peak that stays in view wherever we go/ For them is rising ground. Can they never tell/ What is dragging them back, and how it will end? Not at night?/ Not when the strangers come? Never, throughout/ The whole hideous inverted childhood? Well,/ We shall find out.

Ventanas altas. Trad. de Marcelo Cohen. Buenos Aires: Gog y Magog, 2010.


martes, 13 de marzo de 2012

dos de Jorge Aulicino






4

Ahora entrás a un living quieto, cómodo, y hay en él
sin embargo un deslizarse de suaves sombras. Es sábado.
Ventanas entreabiertas, cortinas detenidas.
Algo dice el living amodorrado. Habla de humanos que hablaron,
que dijeron, que fumaron, tosieron, escucharon
dentro de sí ruidos de armas y bastiones, ecos de órdenes
en los corredores entre sus huesos; una advertencia,
una lejana vibración que pautaba sus palabras, pues
no es gratuita el habla: intercambiaban datos sobre el tiempo,
trituradas opiniones que podían modificarse como masa
en las manos de la conversación; sorbieron café sentados
en estos mismos muebles, y el aura de batallas y descubrimientos
estaba en los términos que emplearon: está en la distancia
que es al mismo tiempo cercanía de esos tapizados,
los lomos de los libros, la dócil madera de una mesa de apoyo
cuya pátina disimula una grieta, un astillado, un golpe;
acalla una mancha; oscurece el roce de una punta; amortigua un eco.


13

Por lo bajo te fue revelado un incidente de disparos
en una pizzería. No usaban grandes pistolas, tal vez revólveres.
Las balas, sin precisión, horadaron la pared, reventaron un vidrio,
dieron en un cuerpo. Momentos antes apuraban la pizza,
se atragantaban de recelos, mascullaban; bebían rápido
vino blanco, dulzón, y coca cola: el gas se había aplacado
en los vasos. Al voltear una mesa, tal vez volaron papeles
aceitosos, las botellas, un paquete de cigarrillos arrugado.
Deben de haber ululado sirenas en una tarde cuya densidad
no pudo ser perforada. Sin detalles accidentales, sol o vetas
en alguna rama de plátano. Un día sin respiraderos, sin salida,
sin escaleras, sin muchedumbre, con el solo paso tardo de gente
vestidas con ropas percudidas, obreros, muchachos de oficina;
sin trampa, sin perspectiva, sin horizonte, gris o apenas brillosa,
con el brillo escaso y aplastante de lo funcional, electrodoméstico. 





De Libro del engaño y del desengaño. Buenos Aires: Ediciones en Danza, 2011.